Mi sed
Estoy sentada en el sillón cama de mi depto y espero que llegue gente para trabajar. Tengo los pies encima de la mesa que adoro, mesa rústica (obviamente), que viajó muchos kilómetros para recordarme que vengo de lo natural y no de las grandes ciudades. Veo el ramo de flores secas que me regaló mi hermano del medio cuando me titulé de terapeuta. Después de todo lo pasado, ha sido uno de los más lindos regalos de mi vida. Las flores están en ese florero que no es florero, y que compré en el Persa de Stgo junto a mis amigos. Las velas infaltables encima de la mesita. El pote con piedras en agua me hace pensar que a veces sería lindo ser una de esas piedras y estar así de tranquila. No podría dejar de lado al hermoso "apaga velas" (no tengo idea como se llama, pero es una de esas campanitas de acero que apagan velas) que me regaló Carmen con tanto cariño. Cierro los ojos y siento el olor a eucaliptus que adoro porque me hace pensar que estoy en un bosque. Miro hacia la izquierda y está el infaltable cojín peludo que metí a la lavadora hace años y quedó como oveja. Miro la mesa del comedor y veo la linda lamparita verde que me regalaron unos niños de una población pobre a los que ayudé en la elaboración del duelo por la muerte de sus amigos. Veo mi hermoso atrapasueños de Ecuador colgando desde el mueble. Miro su encanto y me acuerdo del amigo artesano que me lo hizo con tanta protección. También están los muñecos chilotes; un hombre y una mujer bien afiatados. He llegado a admirar a esa parejita. Alcanzo a ver mi refrigerador con todos los dibujos y monitos encima. Miro por el ventanal y veo a una pareja abrazada en el balcón.
Parece que no quiero que esto se acabe. No por ahora.
Y de fondo, el incansable Silvio que me canta una y otra vez que al final de este viaje en la vida quedarán nuestros cuerpos hinchados de ir a la muerte, al odio, al borde del mar...
Parece que no es tiempo de ir aún.
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